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Y se hizo la luz… la historia de cómo la ciudad salió de la oscuridad total

la luz

¿Se imaginan cómo era la CDMX antes de que llegara la luz?

 

La ciudad en la noche presentaba un aspecto silencioso y lúgubre; no había alumbrado y los vecinos que no querían exponerse a los peligros de las tinieblas, se retiraban a sus casas al toque de queda. "La Queda" como se le llamaba comúnmente había sido instaurada a petición popular el 21 de julio de 1585. Todos los días la Catedral sonaba sus campanas de las 9 a las 10 de la noche ininterrumpidamente. Una vez finalizado este ruido estrendoso, comenzaban las rondas de la policía.

El historiador mexicano Luis González Obregón (1865-1938) narra en su libro acerca de la vida cotidiana en el México del siglo XIX: "los robos eran frecuentes y a mansalva; las riñas se sucedían casi sin interrupción, y de todos estos desórdenes cometidos de una manera tenebrosa, quedaban impunes los autores con afrenta de la vindicta pública." Es decir, cometer crímenes en la oscuridad total, era una tarea muy sencilla.

Los vecinos con más posibilidades económicas salían a las calles por la noche con un farol que cargaban ellos, o estaba en las manos de algún sirviente. Los que no podían darse ese lujo necesitaban ser unos héroes para dejar sus domicilios después del toque de queda.

Durante los dos primeros siglos de dominación colonial, México careció de toda clase de alumbrado con excepción de los dueños de las tiendas que ponían en sus puertas antorchas prendidas con ramas de ocote. Sin embargo, dichos negocios no eran tantos como para alumbrar toda la ciudad y además cerraban temprano.

 

Ya para el siglo XVIII se pensó seriamente en invertir en los medios para evitar la oscuridad completa. El 23 de septiembre de 1762 se decretó que en cada balcón y en cada puerta, y a costa del dueño o habitante de la casa, se colocaran faroles de vidrio, con luz suficiente que durara hasta las 11 de la noche. Los pobres,  para cumplir con el mandato tuvieran que quitarle el sustento a sus familias.

Como era de esperarse, la mayor parte de los vecinos se creyeron exentos de esta obligación, y los que al principio cumplieron con el decreto, fueron poco a poco desentendiéndose de la situación hasta que la ciudad quedó en total oscuridad como antes.

Después de varios intentos fallidos como éstos,  fue hasta 1790 que el virrey Conde de Revillagigedo estableció que el alumbrado público corriera a cargo del Ayuntamiento, para lograrlo aumentó el impuesto de la harina y estableció que con ese dinero se compraran faroles necesarios para alumbrar todas las calles y que se establecieran vigilantes y guardafaroleros correspondientes.

A la par de los faroles vinieron las reglas; el que quebrara uno lo tenía que pagar y si no tenía dinero lo haría con trabajos forzados. Al que lo robara se le darían 200 azotes. Él que disparara armas contra los vigilantes, los citados azotes más cinco años de prisión y si el delincuente era español, por robo del farol tres años en la penitenciaría de San Juan de Ulúa.

Los años pasaron y fue hasta la presidencia de Porfirio Díaz cuando se instalaron las primeras plantas eléctricas y se otorga al sector eléctrico el carácter de Servicio Público. Se colocaron las primeras 40 lámparas “de arco” en la Plaza de la Constitución, cien más en la Alameda Central y comenzó la iluminación de la Avenida Reforma y de algunas otras vías de la Ciudad de México.

 

 

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