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Algunos relatos de escritoras mexicanas

mujeres

Las mujeres que leen y escriben son peligrosas…

En estas épocas tan convulsionadas en las que todos están hablando de la situación de la mujer en el mundo, vale la pena recodar a las revolucionarias de la tinta. Aquellas autoras que con sus palabras y sus relatos han desafiado elegantemente al tiempo y se han animado a revelar con su escritura  el complejo e interesante universo que vive en la parte de femenina del planeta.

Y es que desde hace mucho tiempo, las mujeres han tenido una profunda  relación con la literatura. Han usado los libros, las plumas y las máquinas de escribir para poder forjarse su lugar en la historia, y escapar a través de las letras  de la tormentosa sombra masculina que durante la historia  no las ha dejado brillar. Y es que, aunque hoy en día sea difícil de creer, en el pasado las sociedades no veían con buenos ojos  que una joven se quisiera dedicar a la escritura.

Las pocas féminas que tenían  la osadía de confesar su vocación recibían como respuesta puertas cerradas y sonrisas burlonas. Por eso, algunas valientes como Sor Juana se vistieron de hombre para poder educarse. Otras, como Charlotte Brontë se vieron obligadas a renunciar a su nombre y tuvieron que adoptar apodos masculinos para firmar sus obras.  

Durante muchas décadas las escritoras mexicanas fueron obligadas a guardar silencio. Quizá por eso en pleno siglo XXI, esas guerreras que han encontrado su corazón en la literatura entienden  que son afortunadas. Están conscientes que detrás de cada libro firmado por una autora hubieron miles de escritos que no pudieron ver la luz. Saben que ser escritora implica una gran responsabilidad y que en pleno siglo XXI todavía no son lo valoradas que deberían ser.

Dicho todo lo anterior, y para conmemorar de una forma distinta el controvertido 8 de marzo, hemos juntado los textos de siete mexicanas que con sus plumas han demostrado el poder y el talento que tienen las mujeres en este país.  Relatos apoteóticos que demuestran porqué esta necesaria revolución de géneros apenas comienza.

Esto es para todos, pero sobre todo está dedicado a las que luchan por la igualdad. A las que usan su arte para que las reglas cambien. Esto es para agradecer a: Inés, Elena, Mónica, Cristina, Josefina a  Ampara y tantas otras, su valor de convertirse en escritoras.

El anillo 

Elena Garro

"¡Ándale, Camila, un anillo dorado!" y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi mano y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: "Se lo daré a Severina, mi hijita mayor". Somos tan pobres, que nunca hemos tenido ninguna alhaja.

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El patio cuadrado 

Amparo Dávila

Atardecía y desde el patio descubierto se podía ver un crepúsculo tan enrojecido como un incendio o como un mar de púrpura. Era uno de esos patios de provincia, cuadrados, con corredores y habitaciones a cada lado. Horacio estaba junto a mí mirando el atardecer, y en los rincones de los corredores unos embozados permanecían replegados y quietos como si fuera un coro secundario; un acompañamiento en sordina, o a sotto voce. No sé si sería por aquel ocaso ensangrentado o porque era esa hora de la tarde en que uno se siente especialmente triste que ninguno de los dos hablábamos. De pronto descubrí la silueta de un hombre que se recortaba contra el fondo rojísimo del cielo como un puñal negro, clavado en el borde mismo de la cornisa del patio. Un mínimo impulso bastaba para que se precipitara al vacío.

?Se va a matar ?le dije a Horacio.

?Se va a matar ?dije de nuevo, porque el hombre permanecía sin dar un paso atrás, como si estuviera resuelto a lanzarse.

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Los años falsos

Josefina Vicens

Ellas ?mi madre y mis dos hermanas, gemelas, de trece años y desesperante-mente iguales? son las que hacen lo habitual en estos casos: remueven la tierra; cor-tan las hojas secas; cambian el agua de los floreros; lavan la pequeña lápida y la cruz;podan la bugambilia que trasplantaron y que se dio tan bien, y pintan nuevamente larejita de alambrón que bordea la tumba. Yo las observo. Ahí están las tres, fatigadas,sudorosas, sucias; como en la casa, los sábados que “escombran”. Cuando terminense bajarán las mangas y se sacudirán la tierra que ha puesto grises sus vestidos ne-gros. Luego moverán los labios en silencio, como si rezaran.

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El sí de Yoko Ono 

Cristina Rivera Garza

Hay varias cosas que colocaré aquí: Una alberca luminosa, por ejemplo. Mira. Es una alberca azul de grandes dimensiones que está dentro de un balneario que se construyó en 1930 cerca de una costa. Poseo el cartel que lo comprueba. Esta es una escalera de caracol hecha de hierro, sinuosa y angosta, sí. Desvencijada. Ruidosa. Su último escalón da a una ventana. Del otro lado de la ventana está Yoko Ono sobre una escalera de caracol sosteniendo la palabra Sí en la mano derecha, y una lupa en la mano izquierda.

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No sé que hacer con ella

Mónica Lavín

¿Cuál es la forma de despertar a los dieciséis años? ¿Cómo despertaba yo? ¿Cómo se provoca a un hijo para que sea responsable? ¿Cómo se le explica que la vida está hecha de tediosas y obligatorias obligaciones? ¿Cómo se le cambia el modo de vestir, de comportarse? ¿Cómo se vive con ella sin violentarse, sin querer echarla de casa?

Trabajo y me olvido. Me persigue su cara con las mejillas rozagantes coronando aquel cuerpo voluptuoso, aquellas piernas macizas que luce con sus faldas ajustadas. Me alcanzan mis dieciséis años.

Salía de casa con el vecino, pasábamos por Julio a la vuelta. Íbamos a la prepa, pero no íbamos. Mejor nos enfilábamos al taller de Enrique pues su hijo vendía la mota. Allí, entre escapes y mofles herrumbosos compartíamos el toque prodigioso mientras el habla se nos ablandaba hasta lograr ciertas imágenes lentas y poéticas.

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La señal

Inés Arredondo

Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara, esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos grises y los párpados casi transparentes, de pestañas cortas, y la mirada, aquella mirada inexpresiva, desnuda.

?¿Me permite besarle los pies?

Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso, pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no tenía por qué mezclarlo, ¡no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo.

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