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Preparación y trascendencia en los ritos mortuorios de Tenochtitlán

Quizás la ceremonia más antigua y parecida al Día de Muertos de la que se tiene registro, son estos ritos mortuorios que se celebraban cuando alguien moría.

 

Día de Muertos es un concepto por demás estridente. Y aunque solo se pronuncia una vez al año ?en el mes de la luz y el clímax del otoño, donde es posible pensar más pacíficamente en la muerte? ha sido un ritual tan cercano a México que se ha hecho costumbre.

En la cosmogonía prehispánica azteca, el culto a la muerte era labor de todos los días. Se evocaba, invocaba y convocaba a los muertos todo el tiempo, ya fuera en conjuros mágicos, en peticiones para que intercedieran por un bien comunitario, en la guerra y la siembra, en curaciones y en distintas festividades que no celebraban directamente a la muerte pero que mantenían contacto con sus muertos. Así, los no vivos seguían teniendo un rol activo en la comunidad.  

Quizás la ceremonia más antigua y parecida al Día de Muertos de la que se tiene registro, es la que se celebraba cada vez que una persona moría.  En este rito se buscaba esencialmente encaminar su alma.

Al respecto, Patrick Johansson Kéraudren, investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y en quien nos hemos basado para la realización de este texto, nos dice que las ceremonias de carácter mortuorio se iniciaban con los cantares de lamentos. En esta especie de letanías, los familiares y cercanos pronunciaban oraciones armónicas durante cuatro días y también “lavaban” el cuerpo con una mezcla de hierbas aromáticas.

 

 

 

Para el quinto día el cuerpo era envuelto en sábanas y cremado para su posterior entierro. Cuando éste era un rey, una piedra de jade se colocaba en su boca (un corazón mineral). Se le vestía como el dios primordial de la zona y se atestaba con insignias de oro. También se sahumaba su cuerpo con el portentoso olor del copal. Se construía una “casa de reposo” temporal para la ceremonia y también una estatuilla que le representaba a semejanza. Frente a esta efigie se colocaban todo tipo de platillos, guisados y también flores, algo así como lo que hoy acostumbramos ofrendar en estos días. Finalmente el cuerpo era cremado y enterradas sus cenizas.

 

Mictlantecuhtli, dios de la muerte y del Mictlán.

 

Este último movimiento figuraba como una metáfora sobre el viaje “regresivo” hacia el vientre materno: la tierra. Además, el fuego hacía un papel fundamental, ya que al anular la descomposición orgánica se creía que daba lugar a la “paz ósea” de los cuerpos. Esta es una fascinante alegoría que además se encuentra relacionada con el Mictlán, el inframundo al que iban a parar la mayoría de los muertos. En Mictlán, se dice, existen varios rincones peligrosos  que uno tiene que pasar durante cuatro años. Este tiempo se comparaba con lo que tarda el cuerpo en descomponerse, por ello es que era de vital importancia quemarlo y así ayudar al muerto a cruzar sin problema. Sin embargo, en aquella época, la cremación era un lujo; no todos podían acceder a una. 

Pero, contrario a lo que pensaríamos hoy en día, para los aztecas habría de surgir la vida desde las cenizas. Como lo proyecta su mito de la creación de los 5 soles, donde Quetzalcóatl hace nacer la vida desde los huesos de los difuntos. Una alegoría altamente probable del Ollin, ese símbolo transfinito que proyecta un movimiento cíclico; dicho de otra manera, un eterno retorno.

Volviendo al tema de la procesión mortuoria, algo particularmente interesante rodea a este tipo de ritos paganos y es justo el papel de los lamentos. Contrario a lo que se cree, en tiempos precolombinos se pensaba que era mejor llorar, lamentarse y quejumbrarse dolorosamente por la muerte de la persona, para de esta manera extraer toda la tristeza catártica de los cuerpos vivos. Advierte Johansson que, en aquel entonces, “una mortaja de cantos envuelve el ritual dancístico que evoca a los difuntos y “derrama” el dolor letal”.

 

 

Una vez enterrados los muertos se recordaban cada cuatro años y bajo diferentes ofrendas y fiestas según el lugar donde, se pensaba, habían ido a parar después de la muerte.

La ceremonia anual vino a sincretizarse con los ritos paganos luego de la conquista y la evangelización de las costumbres mexicanas. Las fiestas de Todos los santos y de los Fieles difuntos, fueron dos de las festividades cristianas que curiosamente entrecruzaban fechas con dos procesiones mortuorias aztecas: Miccaühuitontli o “FIesta de los muertos pequeños” y Huey Miccaühuitl la “Fiesta de los muertos grandes”. De ahí que se eligiera un día para recibir a los niños difuntos y otro para los adultos. 

Como podemos ver, el ritual de Día de Muertos es mucho más antiguo de lo que muchos piensan. Su trascendencia radica en la aceptación de la muerte como una dualidad inevitable, dentro de este ciclo que es Nahui-Ollin (o Quinto Sol azteca), por cierto la era de las dualidades.

 

 

 

/ Fuente: Johansson Kéraudren Patrick, “Día de muertos en el mundo náhuatl prehispánico”, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

/ Imagen: S. Shepherd – Creative Commons

 

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